De pases del niño y locas viudas
- Nicolás Dousdebès
- 20 dic 2019
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 14 jul 2021
Este relato se basa en mi experiencia de haber participado en el "pase del Niño" 2018, es decir un año atrás. Lo publico ahora que tengo un blog y me doy cuenta que en este año, 2019, las celebraciones han estado más apagadas. Parece que el paro nacional nos dejó una pátina de tristeza y pesimismo en el ánimo. De todas maneras, lo comparto con la esperanza de que el 2020 sea de paz y entendimiento entre los ecuatorianos.

Llegaron las fiestas navideñas. Nuevamente se repite el ciclo anual para recordar el nacimiento de Cristo, o simplemente, la supuesta llegada de Papá Noel, el viejito que pasó de ser un obispo del Asia Menor en el siglo IV, a representar un mito nórdico que simboliza el espíritu de generosidad en estas fechas. Es un espíritu vacío de referencias cristianas, pero muy eficaz para promover el intercambio de regalos alrededor de suculentas cenas, arbolitos y luces. Por cierto, en tierras ecuatoriales y andinas, poco o nada tiene este personaje que ver con nuestra realidad. Pero lo comercial se impone por encima de las tradiciones ancestrales y desde luego, lo que importa para muchos es el movimiento comercial que el viejito Noel genera en la sociedad.
Como quiera que sea, el año anterior (2018) me tocó a mí también representar a un personaje. Fui llamado por la directora de Carrera de Comunicación de la Salesiana, donde trabajo, para pedirme que tomara parte en el famoso “pase del Niño”. El papel que me había sido asignado era nada más y nada menos que el de rey Mago, aquel que, según la tradición se llamaba Baltasar y provenía quizás de África. Por lo tanto, se supone que debe haber sido de etnia semita, tal vez árabe, o quizás negra, de la zona subsahariana. Por mi tez morena en todo caso, ya tenía parte del personaje representado sin tener que pintarme el rostro, como hacen en Europa, lo cual no deja de tener connotaciones algo racistas.
Acepté el honroso encargo pero supongo que sin el entusiasmo que habría tenido si esta invitación me hubiera sido hecha cuando era un niño. Habiendo cursado la primaria en una escuela laica jamás participé en dichas representaciones folclóricas y religiosas de la Navidad. En todo caso, ya tenía mi designación de hombre sabio, pues más que magos, éstos eran estudiosos de los cielos, algo así como prolijos astrónomos de la antigüedad. Se supone que gracias a sus observaciones de la esfera celeste, pudieron determinar que había una estrella sobresaliente allá en lo alto. El seguimiento de la misma les llevaría a los pies del niño que había nacido en Belén de Judá, aquel cuyos principios y mensaje revolucionarían la humanidad.
Pero más allá de lo poco que cuentan los textos bíblicos sobre estos misteriosos personajes, lo cierto era que esa tarde tenía que buscar un traje que en algo me asemejara a lo que podría haber sido un hombre sabio de África u Oriente Medio hace más de dos mil años. Los disfraces pre fabricados no han sido por lo general de mi agrado por parecerme excesivamente artificiales. Esos vestidos con lentejuelas y colorines, supongo que ninguna relación tienen con la sobria manera de vestir de la gente en aquellas regiones y en tan remotas épocas. De modo que regresé a casa para consultar a mi esposa si tenía alguna idea sobre cómo podía encarnar a Baltasar.

Mis ideas al respecto eran bastante primitivas y básicas; pensaba que quizás podía enrollarme una toalla alrededor de la cabeza a manera de turbante. La túnica en cambio, la podría representar con una sábana ceñida por un cinturón viejo. Sin embargo, hay que reconocer que la intuición y el gusto femenino son superiores cuando se trata de elegir un atuendo. Mi esposa hizo prácticamente magia con los elementos que encontró a mano. Su bufanda negra fue mi turbante, ornamentado con un rubí falso en el centro, el mismo que lo elaboró recortando un rombo de cartulina roja brillante. El mantel elegante de la mesa del comedor fue mi túnica mientras que mi capa me la hizo con otra tela brillante que algún día será otro mantel. Por último, su pañuelo con motivos de Medio Oriente me sirvió como elemento distintivo alrededor del cuello.
No obstante, el disfraz no estaba completo todavía. Faltaba darle al rostro un toque más místico. Un rey mago debe tener barba y algún otro elemento facial que resalte su personalidad. Para lo primero sirvió la barba blanca de Papá Noel que utilizó mi hijo de cinco años en su programa escolar de Navidad. Desde luego, no podía quedarse del mismo color así que la teñimos de café oscuro con una sombra para pintar párpados. Para lo segundo, un delineador hizo el trabajo añadiendo unas sutiles líneas negras alrededor de los ojos.
Así, sin gastar un solo centavo ni caer en los lugares comunes de los disfraces convencionales, quedó listo mi original atuendo de rey mago. Estaba previsto también llevar un pequeño cofre de madera, de esos en los que se guardan joyas, para representar el obsequio al niño. Pero como suele suceder, un olvido hizo que al día siguiente lo dejara en casa. Afortunadamente, unos momentos antes de comenzar el desfile, encontré sobre el escritorio de una colega una caja de dulces envuelto en papel dorado y con una borla a modo de ornamento. Ella no tuvo problema en prestármelo y de esta manera completé justo a tiempo el disfraz. También debo decir que entre fundas plásticas y la mochila que utilicé para llevar todo, por alguna parte se quedaron la barba y la sombra de ojos así que salí al ruedo en calidad de Rey Mago lampiño y sin ojos profundos.
Este evento religioso comenzó algo de retraso e hizo un recorrido a lo largo de ambos bloques del Campus Girón de la UPS. En la medida en que avanzaba, se entonaban los típicos villancicos y se bailaba al compás marcado por los jóvenes del grupo de danza folclórica de la universidad. Algunos sonreían, otros eran indiferentes al paso de la comitiva; por último había grupos de estudiantes que nos observaban con una especie de ironía que sabía a incredulidad, con un tinte de menosprecio, por tradiciones que hasta cierto punto pueden parecer algo ingenuas o infantiles.
En esa fría mañana de diciembre, representé a Baltasar junto a otros reyes magos –esos sí con barbas-, pastores, danzantes y por supuesto, a San José, la Virgen María y un bebé que representaba al niño Jesús, quien durante todo el desfile se mantuvo tranquilo y sin llorar, a pesar de la música, los villancicos desafinados y todo el barullo. No pude evitar pensar en mi hijo, él no habría estado quieto ni en silencio un solo instante; habría sido un niño Jesús hiperactivo. Eso es lo que le hace único, él es mi Dios hecho hombre en casa.
Al terminar el recorrido se celebró la Eucaristía. Los miembros del cortejo del niño Jesús nos instalamos alrededor del altar. Luego salió el sacerdote celebrante quien junto al coro universitario dio mucho realce a la fiesta. El mensaje era, en resumidas cuentas, que el espíritu cristiano de la Navidad no es el mismo que el mundano pero a todos nos gusta éste último de todas maneras así que no hay cómo escaparse completamente del ambiente de fiesta materialista que nos rodea en estas fechas. Bueno, es lógico; hasta los magos iban llevando sus regalitos y yo tenía el mío que era un gran chocolate envuelto en papel brillante y cintas doradas. Ya no piensa uno en los regalos que le van tocar, tal como lo hacía cuando era niño, ahora pensaba en el que iba a comprar para mi hijo. Algo sencillo, un camión de bomberos, para que añada uno más a su colección donde también hay muchas ambulancias, camiones y patrullas de policía. Poco importa qué será; pesa más el gesto y el amor que se expresa por medio de ese signo material a las personas que amamos.
Terminada la celebración se anunció que habría un espectáculo, en realidad era un concurso, que tendría como protagonistas a los profesores, empleados administrativos y alumnos que habían preparado canciones y coreografías con ocasión de la Navidad. Nos pidieron a todos que nos quedáramos pero la verdad ya andaba medio fastidiado de representar a Baltasar casero con los manteles de la casa así que opté por retirarme para dirigirme a mi oficina y terminar algunos trabajos pendientes. Más tarde vi las fotos de los grupos participantes. Ahí sí había muchos Papás y Mamás Noel, Grinchs criollos con trajes verdes tipo danzantes aymaras bolivianos y hasta duendecillos navideños con maquillaje roji-verde en el rostro. Supongo que si la Misa fue la celebración del espíritu cristiano de la Navidad, este concurso de música navideña festejaba al mundano, el cual tampoco es tan malo después de todo, siempre que no haya que pagar deudas eternas en las tarjetas de crédito ni que se olvide uno de lo esencial, lo invisible a los ojos, en palabras del Principito.
De vuelta a la oficina, trabajar fue lo último que pude hacer pues en el corredor que da acceso a mi despacho, ya estaba por comenzar el concurso de viudas locas, es decir, hombres disfrazados de mujeres que supuestamente lloran por la inminente muerte de su marido, el año viejo. Éste pronto será quemado para simbolizar el deseo de terminar con todo lo malo que se haya hecho o que a uno le haya sucedido en el año que está por terminar.
Esta celebración tenía como objetivo escoger a la mejor viuda, y contaba con un jurado formado por varios docentes. Era un espectáculo multicolor, un vocerío altisonante de fingidas voces femeninas y falsas muecas plañideras por el año que se iba. Desde luego, el desfile de las viudas tenía mucho de profano y claramente contrastaba con el acto folclórico y cultural que había pasado por esos mismos corredores universitarios un par de horas antes. No dejaba de ser curioso cómo de un momento a otro se pasó de los dulces villancicos a los cantos ‘reguetoneros’ de los travestis de fin de año. El ruido era ensordecedor de modo que preferí salir de mi oficina e irme al supermercado cercano para comprar un regalito, esta vez no para el niño Jesús sino como premio consuelo para una de las viudas del año viejo. Hallé una barra de chocolate para que empiece el año de dulce manera.
¡Buen provecho viudita!
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